martes, 28 de enero de 2014

Temores cometarios

Temores cometarios.
Un recorrido por miedos antiguos



El temor a los cometas es un temor que se niega a desaparecer. Seguramente el carácter imprevisible de estos astros (podemos predecir su llegada, pero no podemos prever su brillo, si se fragmentarán, si se apagarán, etc.) y la espectacularidad con la que aparecen en los cielos impresionan nuestros espíritus, que se niegan a creer en los argumentos de la ciencia sobre su carácter inocuo.
Es un lugar común en los textos sobre astronomía referirse despectivamente a los temores cometarios como fruto de la ignorancia, cuyas sombras se habrían disipado a medida que conocíamos más sobre estos astros errantes. Es cierto que últimamente casi no tememos a los cometas, ya nos explicaremos sobre ese “casi”, pero lo que no es cierto es que ese temor haya sido infundado, pues se fundaba en lo que la ciencia astronómica de épocas anteriores especulaba sobre su naturaleza. En su época, y por lo que se sabía, eran temores fundados.
Vapores ardientes
Durante la antigüedad hubo distintas teorías sobre la naturaleza de los cometas. La que prevaleció fue la de Aristóteles (en su “Meteorología”), quien consideraba que eran fenómenos meteorológicos y, por ende, sublunares. En la concepción aristotélica de los cielos, que durante siglos fue aceptada y que gozaba de las simpatías de la Iglesia medieval, había una neta distinción entre el reino de las esferas celestes, perfecto e inmutable, y la superficie y la atmósfera de la Tierra, sujetas a cambios perpetuos. Los cometas, fenómenos completamente impredecibles, no podían pertenecer al majestuoso dominio de las esferas celestes. Eran explicados como vapores surgidos de la Tierra que ascendían hasta la esfera de la Luna, donde los vientos o la fricción con el movimiento de la esfera lunar-se pensaba que las esferas que empujaban a los astros alrededor de la Tierra eran de cristal- los encendían. De la misma manera se explicaban las estrellas fugaces.
Séneca, el preceptor de Nerón, sostuvo la teoría de que eran astros cuyas órbitas no conocíamos, pero la teoría aristotélica, a través del tratado de astronomía de Ptolomeo, que nadie discutió hasta Copérnico, prevaleció hasta la época moderna.
Si se consideraban a los cometas como fenómenos atmosféricos y próximos a nosotros, de naturaleza ígnea, es fácil llegar a conclusiones tremendas sobre su influencia sobre nosotros. Partimos de la base de que la astrología era reputada una ciencia tan exacta como la astronomía hasta el siglo XVIII, y horóscopos hicieron dos monstruos sagrados de la astronomía como Galileo y Kepler, por lo que si nuestras vidas estaban marcadas por los distantes planetas, más lo estarán aun por los fenómenos cercanos a nosotros.
Y siguiendo con las consecuencias físicas, según Aristóteles los efectos que podrían producir los cometas iban de tormentas e inundaciones hasta terremotos y plagas originadas por los pestilentes vapores que los conformaban.
Mensajeros de Dios
La decadencia del estudio de la astronomía en la Baja Edad Media hizo florecer explicaciones teológicas, de las que la más popular fue la de San Juan Damasceno: los cometas son fenómenos producidos por los ángeles para advertencia de los hombres con los vapores que suben de la tierra.
Portadores de la plaga
Cuando la visión de los cometas como portentos  cedió espacio durante el Renacimiento a la búsqueda de una explicación científica de sus efectos,  los temores religiosos se volvieron seculares.
Y si vemos el catálogo de efectos físicos que se atribuían a los cometas, son todos compatibles con fuegos tenues que producen vapores a corta distancia de la Tierra, según la medicina de esos tiempos. Así los vapores secos y calientes atribuidos a esos fuegos que eran los cometas, originaban enfermedades originadas en humores secos y calientes, como disentería, epilepsia, delirios y hemorragias. Las muertes de reyes que supuestamente profetizarían los cometas se deberían a que las personas ricas se alimentarían de comidas secas y calientes, sujetas a contaminación por simpatía con los miasmas secos y calientes producidos por los cometas.
Daniel Defoe, en su “Diario del año de la peste” cuenta que las masas desesperadas de Londres por la plaga de peste bubónica de 1665 le atribuían como origen el paso “muy pesado, solemne y lento” de un cometa, lo que “predecía una pesada sentencia, pausada pero severa, terrible y aterradora como la peste”.
La ligazón entre cometas y plagas tendría un inesperado reverdecer en 1979 cuando un grupo de astrónomos, encabezados por Fred Hoyle, planteó que la mayoría de las enfermedades provenían de virus transportados en cometas y que ingresaban en la atmósfera como polvo cometario. Y no olvidemos que una de las hipótesis para el comienzo de la vida es la teoría de la panespermia, que afirma que los primeros microorganismos llegaron del espacio exterior en meteoritos o cometas.
Rumbo de colisión
La prueba de que los cometas pasaban mucho más lejos de lo que se pensaba le correspondió al astrónomo danés Tycho Brahe, quien realizó observaciones lo suficientemente precisas del cometa de 1577 como para llegar a la conclusión de que no era atmosférico, es decir, estaba más lejos que la Luna, y que poseía movimiento propio.
Esta idea no se impuso rápidamente. Galileo, por ejemplo, sostenía que los cometas eran gases provenientes de la superficie del planeta. Kepler, por su lado, creía que eran astros pero que se formaban de las impurezas acumuladas en el éter, de manera que si estos vapores malsanos entraran en contacto con la atmósfera estaríamos sometidos a distintas plagas.
A partir de la comprobación de Tycho la astronomía comenzó a develar los secretos de los cometas. Edmund Halley fue quien realizó el primer cálculo exitoso de la órbita de un cometa-el que hoy conocemos con su nombre-y pudo predecir la fecha en que retornaría, lo que fue la primera gran aplicación práctica de las teorías de Newton.
Cuando se supo que eran astros errantes y no fenómenos atmosféricos, el temor fue a una eventual colisión con nuestro planeta. Si bien los astrónomos en general limitaban las posibilidades de colisión a un mínimo, en el siglo XIX se pensaba que los cometas eran cuerpos mucho más grandes y pesados de lo que verdaderamente son, lo que hacía que las perspectivas fueran más apocalípticas de lo que se consideran ahora que sabemos que la estructura del núcleo cometario está formado mayormente por hielo.
Hoy por hoy, sólo podemos temer la colisión de un cometa, o un fragmento de cometa, con nuestro planeta. Las posibilidades son extremadamente remotas (nuestra preocupación principal son los asteroides cuyas órbitas se cruzan con la de la Tierra), pero al menos parecen haberse dado una vez en tiempos históricos: la espeluznante explosión de Tunguska en 1908, que si en vez de la desierta taiga siberiana se hubiera producido sobre una ciudad la hubiera hecho desaparecer. La teoría más aceptada sobre la causa de tan extraña explosión es la que la atribuye al ingreso en nuestra atmósfera de un fragmento del cometa Encke.
Cianuro en el cielo
Para el tan esperado retorno del cometa Halley en 1910 los temores parecían haberse disipado, pero seguían latentes. Meses antes de la fecha de su máximo acercamiento a la tierra, distintos observatorios informaron que el análisis espectográfico de la luz reflejada por los cometas mostraba que entre los gases que formaban la cola se encontraba el gas cianógeno, un veneno letal relacionado con el cianuro. A partir de esa afirmación, algunos astrónomos sostuvieron que si la Tierra atravesara la cola de un cometa el cianógeno aniquilaría todo rastro de vida. El más famoso de ellos era Camile Flammarion, astrónomo y divulgador muy reconocido, cuya fama solo puede compararse con la que en nuestra época tuvo Carl Sagan. Lo cierto es que estudios posteriores determinaron que el gas estaba tan diluido que era perfectamente inocuo, pero no todos leen las desmentidas de las noticias sensacionales. Hoy vemos a muchos cometas brillando verdes en las astrofotografías, por la reacción del cianógeno con la luz solar.
Cuando las tapas de los principales diarios del mundo anunciaron que la Tierra atravesaría la cola del cometa Halley el 18 de mayo de 1910, todos recordaron las admoniciones de Flammarion y corrieron a conseguir las máscaras antigás y las píldoras anti-cometa que comerciantes inescrupulosos vendían. Pero el mundo siguió su curso.
Y con el retorno del cometa Halley en 1986 pudimos fotografiar su núcleo, hazaña realizada por la sonda espacial Giotto de la Agencia Espacial Europea. Posteriormente numerosas sondas se acercaron a los núcleos cometarios, destacándose la Stardust (que logró atrapar partículas de polvo del cometa Wild) y la Deep Impact (que hizo detonar una carga explosiva en el núcleo del cometa Tempel para observar su interior). Para el año que viene se espera el primer contacto de un artefacto humano con la superficie de un núcleo cometario, cuando la sonda europea Rosetta se pose sobre la superficie del cometa Churyumov-Gerasimenko.
Camuflaje de ovnis

Ahora que hemos podido disipar casi todos nuestros temores astronómicamente fundados, los cometas deberían ser inocuos, pero no lo son. Siguen impresionando como portadores de desastres, aunque por suerte su ámbito de influencia se ha reducido a los fanáticos de los ovnis más irracionales. Cuando un ignoto astrónomo esbozó en 1996 la teoría de que naves extraterrestres viajaban ocultas en la cola del cometa Hale-Bopp, 39 adeptos de la secta platillista Heaven’s Gate (la puerta del cielo) decidieron abandonar sus cuerpos para que sus aligeradas almas fueran recogidas por las naves estelares. El suicidio masivo fue generado por una idea trágica y ridícula que se niega a morir. Se repetiría en 2011 con el cometa Elenin, cuando se anunció que ocultaba ovnis en su cola, que deberían haberse hecho visibles cuando se desintegró. Y nuevamente con el cometa Ison, cuando una fotografía claramente adulterada muestra 3 naves en viaje a nuestro planeta en su cola.

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