miércoles, 3 de diciembre de 2014

2061. ODISEA TRES. LA NOVELA COMETARIA DE ARTHUR C. CLARKE (II)

Continuamos con la saga del viaje cometario de la astronave “Universe”. Así describe Arthur C. Clarke el vuelo en el interior de la coma del cometa Halley:
“Todo el cielo que se extendía ante ella era ahora una borrosa niebla blanca, no uniforme sino moteada por condensaciones más oscuras y veteada por bandas luminosas y chorros de brillante incandescencia, todo ello irradiando desde un punto central. Con esta ampliación, el núcleo se veía apenas como una diminuta mancha negra, aunque era, sin duda, la fuente de todos los fenómenos que se producían a su alrededor”.
En el capítulo 16 se describe el descenso sobre el núcleo:

“La nave se había posado en uno de los extremos de un valle poco profundo rodeado por colinas de poco más de cien metros de altura. Cualquiera que hubiese estado esperando contemplar un paisaje lunar se habría sorprendido en grado sumo; estas formaciones no se asemejaban en absoluto a las laderas lisas y suaves de la Luna, azotadas por el bombardeo de micrometeoritos a lo largo de miles de millones de años.
Aquí no había nada que tuviera más de mil años de antigüedad; las pirámides egipcias eran mucho más antiguas que este paisaje. Cada vez que el Halley pasaba alrededor del Sol, los vientos solares volvían a moldearlo y a reducir su tamaño. Ya desde el pasaje perihélico de 1986, la forma del núcleo había cambiado de manera sutil. Aun combinando metáforas de manera desvergonzada, Victor Willis lo expresó bastante bien, cuando dijo a sus teleespectadores:

—¡El maní ha conseguido tener cintura de avispa!
En efecto, había indicios de que, después de unas cuantas revoluciones más en torno al Sol, el Halley se podría escindir en dos fragmentos más o menos iguales, como había ocurrido en 1846 con el cometa de Biela, ante el asombro de los astrónomos”.
Lo que asombrosamente se puede ver en las imágenes del núcleo del 67P por Rosetta:
“La virtual falta de gravedad también contribuía a dar carácter extraño al paisaje. Alrededor había formaciones que presentaban delgadas líneas angulares que parecían las fantasías de un artista surrealista, y apilamientos de rocas inclinadas en ángulos inverosímiles, que no podían haber sobrevivido más que unos pocos minutos, ni siquiera en la Luna.
Aunque el capitán Smith había optado por hacer que la Universe descendiera a las profundidades de la noche polar —a no menos de cinco kilómetros del ardiente calor del Sol—, había abundante iluminación. La enorme cobertura de gas y polvo que rodeaba al cometa formaba un halo incandescente que parecía apropiado para esta región; resultaba fácil imaginar que era una aurora austral que jugaba sobre el hielo antártico”.
La exploración del cometa se plantea con un “trineo de dos plazas de retropropulsión”, seguramente como reminiscencia del modelo teórico que pensaba a los núcleos cometarios como una “bola de nieve sucia”, mientras que todas las exploraciones por sonda han demostrado que la piedra es el elemento predominante. Sin embargo, la descripción de ciertos accidentes orográficos del núcleo es bastante convincente:
“El Valle de Nieve Negra se salía de lo corriente porque era una estructura bastante sólida: un arrecife rocoso, desgastado por corrientes volátiles de agua y hielo de hidrocarburos. Los geólogos todavía discutían sobre su origen; algunos de ellos sostenían que, en realidad, era parte de un asteroide que había chocado con el cometa hacía ya muchísimo tiempo. La extracción de muestras había revelado complejas mezclas de compuestos orgánicos, bastante parecidos al carbón de hulla, si bien era seguro que la vida nunca había desempeñado ningún papel en la formación de esos compuestos.
La «nieve» que alfombraba el suelo del pequeño valle no era del todo negra; cuando Floyd la recorrió con el haz de su linterna, relumbró y centelleó como si hubiera sido rascada con un millón de microscópicos diamantes. Floyd se preguntó si en verdad habría diamantes en el Halley: era incuestionable que había suficiente carbono. Pero era casi seguro que las temperaturas y presiones necesarias para crearlos nunca existieron”.
También es muy amena y convincente la descripción de los “jets” cometarios:
“A medida que el Sol se deslizaba por encima del horizonte irregularmente dentado, absurdamente próximo, sus rayos caían al sesgo sobre los incontables pequeños cráteres que acribillaban la corteza. La mayoría de ellos se mantenía inactiva, con sus estrechas gargantas selladas por incrustaciones de sales minerales. En ningún otro lugar del Halley se observaban tan brillantes despliegues de color; habían confundido a los biólogos, quienes habían creído que aquí la vida estaba empezando, como había sucedido en la Tierra, en forma de floraciones de algas. Muchos investigadores no habían abandonado aún esa esperanza, si bien se resistían a admitirlo.
Desde otros cráteres, chorros de vapor flotaban hacia el cielo y se desplazaban en trayectorias anormalmente rectas porque no había vientos que los desviaran. Por lo general, sólo ocurría a lo largo de una hora o dos; después, cuando el calor del Sol penetraba en el congelado interior, el Halley empezaba a acelerar —según la descripción de Victor Willis— «como una manada de ballenas».
Aunque pintoresca, no era una de sus metáforas más exactas, ya que los chorros que manaban del Lado Diurno del Halley no eran intermitentes, sino que surgían de manera continuada durante horas cada vez. Y tampoco se encrespaban y volvían a caer a la superficie, sino que seguían ascendiendo, hacia el cielo hasta que se perdían en la refulgente niebla que ayudaban a producir.
Al principio, el equipo científico trató a los géiseres con la misma cautela que tendrían los vulcanólogos que se acercaran al Etna o al Vesubio durante uno de sus más o menos predecibles estados de ánimo. Pero pronto descubrieron que las erupciones del Halley, aunque a menudo temibles en apariencia, eran singularmente apacibles y bien educadas: el agua surgía casi tan deprisa como lo haría desde una manguera de incendios normal y corriente, y era apenas tibia. A los pocos segundos de escapar de su depósito subterráneo, se inflamaba y se convertía en una mezcla de vapor y cristales de hielo. El Halley estaba envuelto en una tormenta permanente de nieve, que caía hacia arriba. Aun a esta modesta velocidad de evacuación, nada del agua habría de regresar alguna vez a su fuente. Cada vez que el cometa daba la vuelta alrededor del Sol, más y más de su savia vital se precipitaba hacia el insaciable vacío del espacio.
Después de una considerable persuasión, el capitán Smith accedió a llevar la Universe hasta un centenar de metros del Old Faithful, el geiser más grande que había en el Lado Diurno. Era una visión pavorosa: una columna de bruma gris blancuzca que se alzaba, como si fuera alguna especie de árbol gigantesco, desde un orificio sorprendentemente pequeño, en un cráter de trescientos metros de diámetro que parecía ser una de las formaciones más antiguas del cometa. Al poco tiempo, los científicos estaban trepando por todo el cráter, recogiendo especímenes de sus (por completo estériles, ¡ay!) minerales multicolores y, de paso, metiendo sus termómetros y tubos recolectores de muestras en el mismo interior de la elevada columna de agua-hielo-bruma”.
La tormenta de nieve que cae hacia arriba se observó claramente con las fotografías de la sonda Epoxi del cometa 103/P Hartley 2.
La edición es la de Emecé, Buenos Aires, 1987, en la excelente traducción de Daniel Yagolkowski.

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