jueves, 10 de diciembre de 2015

EL VINO DEL COMETA EN “SOBRE LOS ACANTILADOS DE MÁRMOL” DE ERNST JÜNGER


¿Se acuerdan de el “vino del cometa” (http://cometasentrerios.blogspot.com.ar/2015/08/el-vino-del-cometa.html )? Fue una grata sorpresa encontrar una referencia a esta bella superstición en una de las grandes obras de uno de mis escritores favoritos, el alemán Ernst Jünger. En “Sobre los acantilados de mármol” Jünger logra un relato de una belleza transparente y clásica. La interpretación de que el “Gran Guardabosque”, la ominosa figura que va destruyendo el mundo perfecto de los habitantes de la Ermita sobre los acantilados de mármol, dedicados al estudio, es Hitler (la novela es anterior a la II Guerra Mundial), parece difícil de refutar. Los jóvenes estudiosos deben animarse a conocer las profundidades del valor por imperio del deber, en la lucha contra el caos.
En una de las tantas alabanzas al poder transformador de la locura dionisíaca, se habla del vino del cometa:
“En tales días, dominados como estábamos por la nostalgia, también cerrábamos las puertas que daban al jardín, pues el perfume de las flores era demasiado fuerte para nuestros sentidos. Llegada la tarde, enviábamos a Erio a la cocina de las rocas para que Lampusa le entregara un cántaro del vino obtenido el año del cometa”
La descripción de la biblioteca del herbario, como un santuario del placer tranquilo del estudio (“cuando estamos satisfechos, las más frugales dádivas de la vida colman nuestros sentidos”) les recordará muchas sensaciones a todos los que tienen la suerte de haber pasado aunque sea una noche en un observatorio:
“Una puerta vidriera comunicaba la terraza con la biblioteca. Por las mañanas, cuando hacia buen tiempo, la puerta permanecía abierta de par en par, de manera que hermano Othon, sentado ante su gran mesa de trabajo, gozaba de las delicias del jardín. Siempre me gusto entrar en aquella habitación, en cuyo techo se dibujaban grandes sombras verdes y, cuyo silencio era suavemente rasgado por el gorjeo de los pájaros y el zumbido de las abejas (…) De noche me reunía con hermano Othón en el pequeño vestíbulo, junto a la chimenea, donde un haz de maderas bien resecas ardían vivamente. Cuando el trabajo del día había ido bien nos gustaba explayarnos en indolentes conversaciones en las que uno avanza por caminos trillados, saludando fechas y autores al pasar. Nos entreteníamos jugando con mil rarezas del saber: recordando citas poco frecuentes, que a veces rozaban lo absurdo. Y para tales juegos la muda legión de esclavos aherrojados en cuero o pergamino nos prestaba un excelente servicio. Por regla general, sin embargo, no tardaba a subir al herbario, donde trabajaba hasta bien pasada la media noche…Mis recuerdos se abrían entonces como las páginas de un libro viejo y revivía las horas de feroz plenitud...Y sentía como al mismo tiempo que nuestra ciencia, me crecían las fuerzas que nos permiten afrontar los cálidos impulsos de la vida y dominarlos y conducirlos como caballos por la brida” (traducción de Tristán La Rosa para Ediciones Destino, Barcelona, 1993).
Nuestras horas de feroz plenitud tras el telescopio. 

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